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Escritor Argentino

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Diario de marear

Sábado en San Ángel

3 de diciembre 2016, sábado. El jueves 10 de diciembre anoté en mi diario "hoy es mi cumpleaños y no me hace gracia, a esta altura de mi vida, recordar mi edad". Por eso resolví no festejar más el día de mi cumpleaños sino los otros 364 de "no cumpleaños" o "de no cruce del Aquerón", bellas jornadas en las que uno no elimina un taco de calendario al sumar un año más a los vividos o, mejor, no resta un año al tiempo que nos queda de vida. Pero, había un hecho innegable del que no podía escapar, era mi cumpleaños. Para exorcizar ese día rescaté, de una vieja anotación de mi diario donde había registrado las coincidencias del día y año de mi nacimiento, a las que relacionaba en matrimonio morganático con otros aniversarios tristemente célebres o famosos, mis efemérides, origen de lo que, presiento, es la intención latente de escribir mi biografía apócrifa.

Para mi desgracia, esto de mi biografía apócrifa, ay, no es invento mío. Hace años leí en una biografía de Heinrich Schlieman, el descubridor de las ruinas de Troya, que se tomó el trabajo de llevar un diario personal lleno de falsas informaciones y registros de su vida personal, del tipo de: "domingo 6 de febrero [1853]. Ayer en la fiesta que dio el presidente Pierce". Y a continuación describía la fiesta y las conversaciones que había tenido con otros invitados, de una fiesta a la cual no fue convidado, pero se encargó de registrar en su diario.

Mi cumpleaños fue un día de pensamientos fúnebres, máxime porque eran las vísperas de un viaje a México, donde la fiesta del día de los muertos está tan arraigada. Por suerte, el viernes 11, a bordo del avión sentí, como dice el tango, que el día 10 de noviembre de 2016 ya había entrado en mi pasado. Mientras esperábamos la cena, bebí un par de bloody mary -con mucha pimienta, amo México, pero no me doy con el Tequila- y disfruté de antemano el próximo sábado 12. Porque teníamos planeado visitar el barrio de San Ángel, paseo obligado y que, como una ceremonia litúrgica, celebramos con Beatriz, el primer sábado que nos pilla en la ciudad.

No exagero si digo que San Ángel es uno de mis "lugares en el mundo", cuando estoy en México, hemos vivido largas temporadas en Coyoacán y la hemos caminado callejón por callejón, fachada por fachada; pero mi corazón está en San Ángel, y no solamente mi corazón, sino mi paladar, porque recuerdo, con reflejos del perro de Pavlov, el Mercado Central y sus ofertas de comida mexicana.

Pero el sábado 12 el barrio nos dio otra sorpresa, a la entrada de la Plaza San Jacinto una enorme Calavera Catrina nos dió la bienvenida y envueltos en la melodía de distintas orquestas recorrimos los puestos de pintores y artesanos. En algún momento de nuestra flânerie me vino a la cabeza un viejo tema de Freddy Tadeo, muy a propósito para el día y el lugar. En la Casa del Risco vimos unas exposiciones alusivas al "día de los muertos" y, previo a la "escala técnica" en el Mercado Central, seguimos con el hach, ya que no a la Meca, a la iglesia de San Jacinto.

En los jardines, nos encontramos con una multitud de padres con niños vestidos de blanco. Beatriz concluyó que pudo haber sido por ceremonias de bautismo y de comunión, nunca habíamos visto tantos niños de blanco. Las nenas, con vestidos largos, tocados; los nenes, de trajes de pantalón largo, chaleco y saco; ambos zapatos y medias blancos. Algunos con jaquets blancos, corbatas o moños blancos, plastrones blancos.

Familias reunidas con sus niños posaban para fotos familiares, sacadas con celular. Aproveché para sacar las mías.

Abundaban rasgos aindiados con peinados -más bien tocados- tan mexicas: cortes mohicanos, sienes y nuca rapados, otros, con jopos, cuando no crestas, armadas con fijador que tanto recuerdan las máscaras de los "caballeros águila" del Templo Mayor. Las mamás, encaramadas arriba de enormes zapatos con plataforma que más bien parecían coturnos, con vestidos multicolores, grandes argollas y arracadas.

Una pareja posaba para los parientes, ella con su niño -todo de blanco- en brazos; él, un dandy mexica: saco "culero", como nuestros compadritos tangueros, de color salmón, camisa blanca con jabot y puños de puntillas, jeans chupinos, del tipo rasgados que dejan al aire casi tanta piel como la que cubren. Borceguíes reforzados como los de los obreros de construcción, pero amarillo patito y cordones rojos. Una de las orejas tachonada de piercings, el cabello retinto y un jopo que le provocaría envidia al mismísimo Elvis Presley.

Terminada otra toma familiar, un niño aliviado arrojó su muñeco de Spiderman sobre unos ligustros y correteó por los jardines. Una pareja de motociclistas se despidió de sus parientes y se dirigió a la salida; pedí permiso para sacarle una foto a la bella, porque me recuerdó a Héctor, el del tremolante casco. A la altura de la coronilla su casco llevaba un largo penacho de trenzas coloridas. Sonriente posó de perfil y agitó la cabeza, para que viera el efecto y para la foto.

En uno de los puestos de artesanos compramos algunos alebrijes para regalar a la vuelta, me encariño con uno minúsculo con la silueta de un gato “¿este sería un ‘gatobrijes’?", le pregunté al vendedor, sonrió y nos contó de sus viajes por Argentina y de sus estadías en Bariloche.

Comentó de nuestro país, Paraguay y el sur de Brasil que fueron refugios de nazis. Beatriz comentó: "es cierto, Argentina dio refugio a criminales nazis, México abrió sus puertas a exilados republicanos y a Trotzky" -petite différence que explica tantas grandes cosas-. En la Casa del Risco había un par de exposiciones alusivas al Día de los Muertos y una exposición de trabajos en "papel picado", deliciosa artesanía mexica de figuras, paisajes y símbolos en papel recortado. A la salida había un par de figuras con agujeros para poner la cara y sacar la foto, ignoro su nombre en español en inglés creo que las llaman face-in-hole. Elegí una de angelote barroco.

Luego del almuerzo en el mercado, el camino de regreso. En la plaza, padres y padrinos continúan la fiesta comprando comidas y bebidas en los tianguis. Recuerdo una observación de Julio Ortega, a propósito de esta costumbre de los mexicanos de comer en la calle a toda hora "en realidad, se están comiendo el mundo". Algunos adultos aprovechan la oportunidad para picar algunas confituras de los cucuruchos de los niños.

La música que envuelve el barrio y contribuye con la atmósfera, me recuerda la letra una vieja canción de Freddy Tadeo:

 

Tengo una banda dominguera

que siempre toca en la plaza

con una tuba grandota

y unos platillos de lata.

 

El perro mueve la cola,

el chico que quiere pochoclo

la abuela vende estampitas

y el cura pide devotos.

 

De regreso la última mirada a la Calavera Catrina. Juro que me hizo un guiño de despedida.